En una sociedad que hace énfasis en la imagen y la apariencia, en el parecer antes que en el ser, que exalta el narcisismo, banaliza el encuentro con el otro, promueve el goce como valor en un disfrute sin límites, la voracidad por el consumo, la inmediatez, la crisis de las significaciones de lo masculino y lo femenino, todo esto hace que se acentúe la incertidumbre y así, entre vínculos superficiales hilvanados con hilo descartable se torna difícil la duración y la apuesta al lazo.
Las primeras experiencias de relación con el mundo se dan en el interior del grupo familiar. Aun cuando la socialización familiar no pueda prever ni determinar el destino de las nuevas generaciones, la familia es la encargada social de la integración personal y colectiva. Ante el quebrantamiento del lazo social la familia debería ser un refugio que nos preserve de las inclemencias de un individualismo atroz, un lugar de resistencia y preparación para la vida comunitaria, tal como dice Paul Virilio. El Papa Francisco señaló durante su viaje a Cuba que “en muchas culturas hoy en día van desapareciendo estos espacios, van desapareciendo estos momentos familiares, poco a poco todo lleva a separarse, aislarse; escasean momentos en común, para estar juntos, para estar en familia. Entonces no se sabe esperar, no se sabe pedir permiso, no se sabe pedir perdón, no se sabe dar gracias, porque la casa va quedando vacía, no de gente, sino de padres, hijos, nietos, abuelos, hermanos, vacía de relaciones, vacía de contactos, vacía de encuentros”.
El concepto de familia es complejo de delimitar en pocas líneas por la multiplicidad de formas que ha adoptado a lo largo de la historia y las diferentes culturas; asimismo, no puede circunscribirse a una sola definición dada la diversidad que presenta la vida en familia.
En el sentido técnico-jurídico, la familia "es el conjunto de personas entre las cuales median relaciones de matrimonio o de parentesco (consanguinidad, afinidad o adopción) a las que la ley atribuye algún efecto jurídico".
La realidad actual nos exige reconocer que cuando hablamos de familia no nos referimos sólo a un sistema nuclear, sino más bien a un conjunto de maneras de concebir a la familia desde nuevas estructuras.
La familia tiene en sí el potencial para curar o para enfermar, es decir, puede ser un entorno de contención y desarrollo o de inseguridad y estereotipia. En el seno de la familia hay cabida tanto para lo mejor como para lo peor de las emociones humanas. A su vez es la familia la que vehiculiza la transmisión de los valores familiares, la tradición, los legados y los mandatos. Al respecto, Caratazzolo dice: “Cada integrante de la nueva familia trae a la misma sus valores, normas, costumbres, gustos y preferencias, que son el fruto de su identificación con la familia de origen. Este encuentro tendrá como resultado una nueva identidad, producto de la integración de ambas, o, por el contrario, será fuente de conflictos. El éxito o fracaso de este proceso dependerá: de la adherencia de los miembros de la pareja a su familia de origen, de los celos que la familia del cónyuge pueda movilizar en el otro, y de las situaciones de hostilidad con la familia del otro surgidas con anterioridad o posterioridad a la constitución de la pareja”.
Desde la teoría del desarrollo familiar se plantea que la familia experimenta cambios sistemáticos a medida que va desplazándose a lo largo de los diversos estadios de su ciclo vital.
Las transiciones que se dan dentro del ciclo vital familiar, producen cambios que pueden dar lugar a crisis, es decir que cada una de las transiciones que afronta una familia posee potencial de crisis y cada una de ellas implica situaciones de pérdida y el consecuente duelo.
La elaboración de la crisis deviene en un crecimiento y desarrollo de todos los integrantes de la familia. Si, en cambio, hay obstáculos para afrontarla puede producirse un estancamiento en el ciclo vital familiar o si persiste la insistencia en los enfrentamientos, el estrés puede tornarse crónico, con lo cual, la continuidad de las desavenencias podría dar lugar al surgimiento de una enfermedad en la familia o en alguno de sus miembros tanto a nivel físico como mental.
Según Andolfi, una familia funcional es aquella que “pueda tolerar el acrecentamiento de la diversidad entre sus miembros” y por lo tanto la individuación, la autonomía y la posibilidad de afirmación y reconocimiento de la identidad de sí mismos y la de los demás, lo que asegurará a la larga un eficaz proceso de desprendimiento (separación-individuación). Recordemos una de las máximas de Enrique Pichon Rivière: ‘A mayor heterogeneidad grupal y mayor homogeneidad en la tarea, mayor productividad grupal’, es decir, todos juntos aceptamos y sumamos nuestras diferencias, centrados en la tarea con el objeto de llevar a cabo un proyecto en común.
En toda familia es necesario definir dos funciones bien diferenciadas que podría llegar a cumplir cualquier miembro de la familia: la función materna y la función paterna. Según Winnicott, la función materna se la asocia con el sostén (holding) tanto físico como emocional, actitudes relativas al cuidado corporal de los hijos, el apego, la dependencia, el acercamiento. La función paterna posibilita el orden y garantiza la salida hacia el afuera. Para ello es necesario que el padre sea reconocido por la madre, es decir, le tiene que dar cabida al padre como trasmisor de la ley, la madre tiene que reconocer la ley paterna y admitir la necesidad de poner un límite al deseo de guardar al niño para ella sola. El ejercicio de la función paterna posibilita primero el desprendimiento de la simbiosis con la madre y posteriormente de la familia. La función materna es la que sostiene el ser del sujeto. Encargada de proveer el orden dentro de la casa (reglas en la casa), la protección, la higiene corporal, la trasmisora de lo que ocurre en lo escolar, la nutrición, de allí que los problemas alimenticios tengan que ver con alguna falla en la relación con la madre. La mirada materna habilita la femineidad en la hija, la madre ‘viste’ a la nena, la mira, debe ‘narcisizarla’ ya que la relación madre-hija es la relación más conflictiva. A su vez, la mirada materna es la que reconoce un saber a la función paterna, habilitándolo a operar como terceridad. La función paterna opera sobre las reglas externas, ordena a través de la ley. Se espera que pueda separar la díada madre-hijo siendo protector y limitador a la vez, funcionando como corte para fomentar la exogamia, la independencia e inscribir al hijo en el mundo simbólico (Cultura). Cada sujeto será responsable de su función según cómo resolvió su propio complejo de Edipo. La madre es la que le da entrada al padre al mirarlo con brillo y reconocerle un saber, es ese tercero que realiza el corte. La función paterna la puede realizar cualquiera que la madre mire con brillo y a quien le reconozca un saber. Si la madre hostiga al padre, compite y no le reconoce su lugar, no se produce el corte. La función paterna va a proveer las reglas del afuera, independencia, corte, inscribe la falta en la relación madre/hijo por lo tanto empieza a separar, a ordenar el vínculo, habilita el afuera, el mundo externo, transmite la exogamia. La función paterna es simbólica, de allí que las dificultades para simbolizar tienen que ver con una falla en la función paterna (faltas de ortografía, etc). Muchas veces se habla de un ‘padre ausente’ y esto no sería acertado, desde lo real puede estar ausente pero hay un padre simbólico y uno imaginario. Por ejemplo, cuando la madre dice: ‘cuando venga tu padre vas a ver’, desde la ausencia se convoca un padre simbólico. En los divorcios muchas mujeres con el propósito de ‘rehabilitar’ a los padres los fustigan manejando a su antojo las visitas a los hijos, ante la ausencia del padre real el reclamo del ejercicio de ley paterna se vuelve hostigante, como si a pesar de todo los padres no pudieran ocupar una posición simbólica fuerte. Una ‘buena madre’ sostiene y acompaña el ser de su hijo. Una madre fálica lo fragiliza e impotentiza para que éste, quedando en el lugar del desvalido siempre la necesite. Para que el hijo no quede preso en el deseo de la madre es necesaria la intervención de un tercero, que opere como corte tanto para la madre como para el hijo, la ‘ley del nombre del padre’. Se trata de promover la independencia, brindando herramientas para soportar la falta de éste paulatinamente. Los hijos son conscientes de algunas de estas cosas, porque saben lo que hizo el padre o la madre y pueden querer repetir o alejarse de ese modelo que tienen registrado. El eje de autonomía del sujeto va a depender de los modelos de identificación que internalizó de sus padres para constituir su identidad. Lo más importante es que haya sido coherente, puede gustar o no, pero si fue coherente marca una línea a la que pueden acercarse o no y diferenciarse. Los ‘doble mensajes’ y la falta de coherencia siempre conducen a la clausura y la estereotipia.
Además de las crisis evolutivas por las que transita una familia podemos mencionar las crisis accidentales, entre ellas la separación o el divorcio. Resulta una paradoja que en estos momentos en los que las parejas son cada vez más efímeras, las rupturas se tornen cada vez más duras y brutales. Ante la más mínima disputa se ataca las debilidades y los puntos vulnerables del otro sirviéndose de las confesiones reveladas en momentos de intimidad, con absoluta crueldad apelando a la ironía y al cinismo, y con suma rapidez uno de los dos acaba hablando de separación. No se intenta negociar, sino aplastar al otro para salir ‘triunfante’ y cuanto más narcisista es la persona menos capacidad de cuestionarse y de reconocer al otro, siempre la culpa se proyecta afuera y no se dudará en instrumentalizar a los hijos para sus propios fines que consisten en una especie de negociación comercial para imponer sus condiciones materiales. Inclusive haciendo poco caso al acuerdo firmado ante el juez, presionan a través de los hijos para intentar apropiarse de todo: lo material, lugares, hasta los recuerdos. Se reclaman cosas simplemente para herir al otro sin dudar de esgrimir falsas acusaciones y así, de un amor finito se engendra un odio eterno reemplazando las cartas de amor por cartas documento.
De este modo, el odio y el rencor se enquistan de forma soterrada y como resultado adviene la enfermedad. El primer paso para revertir esta situación es ‘parar y mirar’ -hacer una reflexión crítica- a veces la ayuda o la solución está más cerca de lo que creemos. Edward Bach, un médico, patólogo y bacteriólogo de origen galés, elaboró a principios del siglo XX esencias a base de flores y plantas rescatando antiguos saberes con el fin de transformar las actitudes anímicas negativas. Bach partió desde lo científico y a través de una perspectiva filosófica propuso un sistema anímico de curación a través de flores silvestres con el fin de realizar un trabajo personal de autoconocimiento y autoconciencia. Las ‘Flores de Bach’ -tal como se las conoce en la actualidad- no actúan como un factor externo de modificación de nuestra conducta, sino que nos ayudan a evocar nuestra libertad de efectuar los cambios desde adentro al traer a la conciencia las figuras arquetípicas esenciales que se encuentran presentes en nuestra alma. Es por ello que se considera a la enfermedad como una oportunidad de corregir aspectos que de otro modo no hubiesen salido a la luz y así aprender distintas lecciones aplicando todo el potencial de autocuración que hemos podido despertar y desarrollar gracias a este proceso de concientización. El ser humano se ha alejado cada vez más de la Naturaleza hasta divorciarse de ella. Se siente desamparado en un mundo competitivo en el que la exigencia de perfección ha endurecido cada vez más las relaciones de pareja, los reproches son mutuos y la fragilidad en los vínculos los torna cada vez más vulnerables y efímeros, lo que da lugar al ‘que pase el que sigue’. Las Flores de Bach podrían ser de gran ayuda en la toma de conciencia de nuestras fuerzas creativas transformadoras para vencer los obstáculos en la comunicación, fomentar los vínculos y fortalecer los lazos.
Zygmun Bauman en Amor líquido dice: “La disminución de las capacidades de sociabilidad se ha acentuado y acelerado mediante la tendencia, inspirada por el modo de vida consumista dominante, a tratar a los seres humanos como objeto de consumo y a juzgarlos como se juzga a tales objetos, por el monto de placer que puede ofrecer y en términos de ‘lo que se obtienen por ese precio’.” Se dejan caer los lazos afectivos naturalizando el destrato cruel, como si el despliegue de la impunidad pública se colara como correlato a la impunidad privada.
Se pretende controlar el amor exigiendo mucho y dando lo menos posible, que el otro se ajuste a nuestras necesidades y expectativas y si no se logra encorsetarlo se lo deshecha ya que es la solución menos molesta en un mundo donde prima lo descartable. Un amor con puntos suspensivos en contrato por tiempo limitado. Un amor narcisista en el que se ama al otro en función de la imagen que le devuelve, esto implica que si el otro atraviesa una ‘mala racha’ ya no va a transmitir esa imagen, con lo cual se irá a buscar a otra persona que le brinde una imagen más gratificante para poder seguir estando en un pedestal. Este sería el ‘efecto liana’, se tiene siempre alguna liana de repuesto que nos brinde una mejor imagen de nosotros mismos y a la que se recurre ante la más mínima fluctuación. En cada crisis se lanza sin pausa y sin culpa a la liana que está más a mano para que reavive la ilusión narcisista y así la fidelidad a la pareja sólo dura mientras dure la pasión transformándose en un zapping de relaciones. En realidad lo que se pierde es la fidelidad a sí mismo, una falta de respeto a uno mismo, una evasión de sí al querer ser otro –esa imagen idealizada que va proyectando el compañero de turno- en lugar de aprovechar la oportunidad vital de estar dado a sí mismo en el deber de querer ser lo que se es y asumir la tarea haciéndole frente. Al no aceptarse con lo dado, nos quedamos con lo inmediato y no vemos lo auténtico, por eso surge la monotonía y la desesperación. Buscan lo mágico cuando en la simulación siempre se pierde la magia. El miedo a la soledad para algunos y el miedo al compromiso para otros sólo conducen a la superficialidad de los vínculos en los que circula una bulimia de información privada y menos profundidad en los sentimientos. Lo paradójico es que, en un mundo en el que la institución ya no es el matrimonio sino el amor, los sentimientos se ubican en el centro de la escena. Empero la exigencia del amor debilita la pareja porque si la relación se construye sólo sobre los sentimientos y la imagen resplandeciente que necesito que el otro me devuelva, es difícil que aguante el paso del tiempo. Si mirar sin admirar cansa, cuando la relación se degrade perderá brillo y acontecerá la ruptura. Un amor que se desvanece ante la más mínima decepción hace que la vida en pareja resulte insegura y sobrevuele un sentimiento de vacío ante la pérdida de confianza en el porvenir. Mientras se sigue buscando ese amor que es meramente narcisista -‘el otro me ama en la medida que me halague y me tenga en el pedestal’- declina la familia y el matrimonio, en un intento de complacerse a través de la pareja en un contexto individualista que termina hipertrofiando los afectos.
Más allá de los distintos tipos de familia, tales como la nuclear, la extensa, la monoparental, la ensamblada, la homoparental, avanza un nuevo modelo al que los medios de comunicación promueven bajo la denominación de ‘tribu’ porque comparten sus actividades mezclándose los actuales con los ex y la ex del ex, y los hijos del actual de la ex con su ex y se van todos juntos de vacaciones como si siguieran siendo familia, todo en nombre de la tolerancia y con la justificación de establecer lazos con los niños. En lugar de fundar nuevas familias, no ‘sueltan’ la anterior para crear la ilusión de la gran familia. Sin embargo, la realidad es menos simple y quien piense distinto a lo difundido por los medios puede ser catalogado de retrógrado o rígido. Es un modelo que genera seguridad y ‘lavado de culpas’ para los más narcisistas y por otro lado, inseguridad y confusión ante el caos de la fusión para otros que ven la manipulación de quienes intentan naturalizar la perversión como un juego de exhibicionismo para sugerir proximidad, un juego de disolución de alteridad que trastorna las identidades y los papeles parentales. Se pretende unir y reunir pero para no dejar de ser centro, con esta trivialización de la perversión se serializa al individuo, estamos todos juntos pero más solos que nunca. Según el sociólogo David Riesman esta es una táctica que se aplica en publicidad para liberar al producto de la ‘competencia directa’ de los artículos similares. Así, se encuentran todos juntos amparados bajo el paraguas de la gran familia sonriente, mientras por detrás cada uno teje su ardid: el/la actual se asegura su lugar ante el/la ex y se lo refriega y a su vez el/la ex pone su sello perpetuando su presencia como insondable fantasma mientras esgrime retorcidos argumentos y falacias para seguir controlando todo a su alrededor.
El psicoanalista Charles Melman habla de una ‘nueva economía psíquica’ en la que la perversión se habría convertido incluso en una norma social. Precisamente la personalidad que más se adapta al mundo actual es la narcisista, de allí que hayan aumentado las patologías de ese orden. Se trata de personas impulsivas, carentes de interioridad, que cultivan la superficialidad y hacen un culto a la propia imagen la que se desmorona ante la más mínima crítica. Esta fragilidad narcisista impide que un sujeto perverso vea al otro como sujeto y pueda empatizar con lo que le sucede, comparecerse de su sufrimiento. De acción irreflexiva e insensible, busca manipular a su antojo, buscando recetas mágicas y soluciones rápidas al malestar interior para una gratificación inmediata de las pulsiones. Se manejan a través de la ética primordial o natural la que respeta únicamente las necesidades narcisistas caprichosas del sujeto, considera justo que todo y todos estén a su disposición usando a los demás a su antojo, como señala Manfredo Treicher. El narcisista busca agrupar para aplicar esta ética primordial -su ética- la de presionar constantemente para sabotear la convivencia grupal. Estos manejos de poder pueden afectar mucho más la salud psíquica de los hijos que las ‘ausencias’ que le reclaman a su ex. Diversas son las investigaciones que demuestran que niños sometidos a grandes privaciones incluso ausencias tempranas de figuras de apego no necesariamente tienen luego trastornos psíquicos. La psiquiatra y psicoanalista Francoise Dolto dijo al respecto: “Y sin embargo hay seres humanos a quienes el destino, o accidentes sobrevenidos en el curso de la infancia, privaron de la presencia de la madre, o de la madre y el padre. Su desarrollo puede ser tan sano, con características diferentes, pero tan sólido como el de los niños que tuvieron una estructura familiar completa”. Como vemos, cuando ocurren alteraciones vinculares en etapas tempranas de los niños, esto no significa necesariamente, siguiendo el modelo determinista de pensamiento, que en ese sujeto se producirán perturbaciones psíquicas.
Según Erich Fromm sin capacidad de amar al prójimo, con humildad, coraje, fe y disciplina, no puede lograrse la satisfacción en el amor. Implícitamente reivindica el concepto de ‘Agape’ cristiano, dar produce más placer que recibir, un concepto en el que se acentúa el amor como donación. Para este autor no muchos son capaces de amar de verdad porque la mayoría cree que el problema consiste en ser amado y no en la propia capacidad de amar. De allí que cuando una persona se separa no es frecuente que se plantee que ha perdido su capacidad de amar sino que intenta ‘exorcizar’ al otro. Para Fromm, casi todos están preocupados por ser dignos de amor más que en amar, los hombres lo hacen yendo en busca del éxito, del poder y la riqueza, y las mujeres por medio de la atracción a través de la vestimenta y el cuidado de su cuerpo. La suposición de que el amor es un objeto y no una facultad hace que se crea que amar es sencillo y que lo difícil es encontrar a la persona adecuada. Uno se enamoraría cuando encuentra el mejor objeto en el mercado y así iniciaría la relación con altas expectativas que conducirán al inevitable fracaso. Una vez que se cree encontrar la mejor ‘media naranja’, el narcisismo solipsista se transforma en egoísmo de a dos para pretender amar en una burbuja, pero eso no sería amor, sino una relación simbiótica que proyecta un egoísmo ampliado. Si se ama a una persona uno debe poder decir: “Amo a todos en ti, a través de ti amo al mundo” (Erich Fromm).
Compasión, entrega total, amor absoluto, incondicional y así entramos en la dimensión ética del amor que se transforma en altruismo. Sin ‘Ágape’ ninguna relación funciona porque la insensibilidad tarde o temprano genera desamor, sin una profunda decisión de no lastimar no puede haber amor y si hay amor y la persona que queremos nos pide afecto o apoyo no habría por qué no acceder a esa solicitud. Cuando hay Ágape la actitud protectora sale naturalmente sin esfuerzo, se alivian las cargas, las transforma y les confiere un sentido de responsabilidad indolora. Sólo el amor nos permite ir más allá, conocer la esencia del otro y actualizar sus potencialidades. A través del amor unido a la inteligencia ética renunciamos al poder y retiramos las exigencias que no sean vitales para no hacer sufrir, como dice un sabio refrán alemán: ‘Der Klügere gibt nach’, el más inteligente es el que cede. Por supuesto que la condición básica sería que la persona depositaria del ágape no se aproveche de nuestras debilidades. Brindarse sin restricción a alguien que haga mal uso de nuestro amor agápico no es altruismo. Cesar Pavese dice: ‘serás amado el día que puedas mostrar tu debilidad sin que el otro la utilice para afirmar su fuerza.’
Para salir del solipsismo y sabernos libres necesitamos de la exhortación de otro ser racional que nos convoque a ser concientes de sí, a ser libres. Exhortar a otro a ser libre restringiendo la propia libertad y si el otro hace lo mismo sería recíproco (relación jurídica). Fichte describe a esta acción como una exhortación (Aufforderung) a realizar la propia libre eficacia. Esto significa que el sujeto exige del otro sujeto que se ponga fines propios y determinados. El sujeto de la exhortación le trasmite al otro el deber de ponerse en acción. La exhortación es una relación de reconocimiento. El otro sujeto debe entonces despertar al primero a la conciencia de sí como un ser capaz de proponerse el fin de conocer un objeto y de llevarlo a cabo. Podemos decir que el sujeto de la exhortación ‘reconoce’ al otro sujeto como un ser racional y lo ‘confirma’, ese reconocimiento del otro es condición para la autoconciencia. Como señala Fichte, una ‘libre influencia recíproca’, un reconocimiento recíproco donde damos y recibimos conocimiento, una relación intersubjetiva educativa, pedagógica que promueve la autonomía respetando la libertad de acción como condición trascendental de la autoconciencia. Es una relación intersubjetiva práctica como base de condición de posibilidad del ''yo'' (Fichte) o del ''sí mismo'' (Mead). Tanto Fichte como Mead (concepción social del sí mismo-self) ven a la posibilidad del ''yo'' no como un acto de autocomprensión reflexiva de la propia identidad, sino que entendieron dicha autocomprensión como mediada por la presencia fáctica de un compañero de interacción práctica o dialógica (simbólica). La mirada del otro me convoca, me confirma un lugar y me exhorta a la acción. Según Sastre, la mirada acompañada de la palabra es la única posibilidad de autoconciencia, la mirada y la palabra como posibilidad de reconocimiento propio y del otro, ‘me ven, luego existo’, existo para el otro a través de su mirada. En la medida en que asumimos la actitud de un otro y nos miramos a nosotros mismos desde el punto de vista de ese otro podemos reconocer los derechos de ese otro y exigir, de parte de éste, el reconocimiento de nuestros derechos. Es decir, ponernos en el lugar del otro, porque no podemos reconocer nuestros derechos si se los exigimos a los demás sin ponernos nosotros en su lugar y reconocer los suyos. Si reconozco al otro como ‘racional’ y ‘libre’ me reconozco. En los diálogos de Sócrates en El banquete de Platón, se señala que el amor consistiría en una búsqueda y eventual reconocimiento de esa ‘otra mitad’ y que este reconocimiento ocurriría a través de un ‘symbolon’ (tessera hospitalis), una suerte de contraseña que nos dimos los humanos unos a otros antes de ser separados. Reconocer es el sentido originario de ‘símbolo’, el symbolon en la Antigua Grecia era la ‘tablilla del recuerdo' esa mitad de tabla o anillo que se daban para re-conocerse, re-unirse, re-cordis, para juntar dos mitades que se trascienden y se transfiguran en algo nuevo. Este fenómeno simbólico es expresión del reconocimiento, a través del símbolo reconocemos al otro, esa es su función. La forma simbólica es espíritu objetivado y es lo que le da sentido. Sólo podemos crear trasfigurando ‘metafóricamente’, trasmutando lo profano en sagrado.
Eros y Thanatos abrazados bailan juntos la danza de la vida, Eros crea mientras Thanatos destruye. Vida-muerte, supervivencia-aniquilación. Uno ignora y destruye la alteridad, el otro no es sin el otro. Crear sobre lo que se destruye, morir para renacer, construir sobre el abismo. Son opuestos que se necesitan para crear unidades más grandes y complejas, sosteniendo la diferencia sin anularla. El amor sería un freno a la pulsión de muerte, amor como ligazón al otro y freno a la descarga thanática. “El que ama pierde, por decirlo así, una parte de su narcisismo y sólo puede compensarla siendo amado”, decía Freud en 1914. Entonces, el amor sería un tope al narcisismo, obliga al reconocimiento de que hay otro más que Yo, por eso hay que amar para no enfermar, la superación del UNO -ligado al narcisismo- por el DOS como dice Alain Badiou. Si hay simetría, hay reconocimiento de la alteridad, se sale del amor narcisista para ir al encuentro del otro que no es un objeto de amor intercambiable, tiene singularidad, rasgos y una historia que lo diferencian. Reconocer al otro y reconocerse, y si ‘todo encuentro es un reencuentro’ que sea con novedad, que en lugar de completar, descomplete para crear nuevos sentidos tejidos de conjunto que lo funden y lo hagan original, con su propio folclore lúdico, con contraseñas, complicidades, guiños y sincronicidades. Cada lazo amoroso implica una ecuación muy compleja en la que Eros y Thanatos están presentes. Implica repetición y creación en medio de la tensión causada por la ambivalencia. Es un encuentro, un reencuentro y un desencuentro siempre en ciernes.
La vida en general ha dejado de ser previsible y se ha tornado cada vez más incierta, la desorientación es mayor que en el pasado y las decisiones ya no están fundadas en las tradiciones. En este "contexto de turbulencia" como lo ha definido Mario Robirosa, la lógica depredadora ha invadido las relaciones sociales mercantilizando los vínculos en un mundo que no permite carencias y los vacíos son siempre colmados con lo que se tiene más a mano. Se recitan declaraciones de principio vacías de contenido, se buscan recetas, consejos baratos, parches piadosos que ayuden a transitar un camino de cornisa. En esta alienada situación en la que el síntoma de nuestra época es la enajenación del individuo ante las estructuras que siente que lo ahogan, el ‘Sentido’ del amor, la pareja, la familia está en retirada. El discurso amoroso se agota en la enmarañada red de interminables reclamos mutuos que se convierte en una fuerza extraviada que rompe con furia todo a su paso. Creemos que valemos por nuestra exterioridad y cubrimos nuestra vulnerable desnudez con un precario barniz social de secado instantáneo, cuando en realidad nacemos abiertos al mundo, siempre estructurándonos ante la posibilidad de reproducir y producir en forma activa las condiciones de existencia que permitan salir del caos y la desmesura. Ante los cambios de contexto se necesita flexibilidad y permeabilidad en nuestro sistema de ideas con el objeto de efectuar una adaptación dinámica a la realidad para que los proyectos sigan siendo posibles en una relación mutuamente transformante con el medio. De allí que en una sociedad en permanente cambio y que tiende a la fragmentación de las significaciones sociales, se torne imperiosa la necesidad de desenmascarar los seudovalores, dilucidar los valores auténticos y genuinos descubriendo nuestro sentido de la vida, al decir de Victor Frankl o inventándolo como diría Sartre. Se trata de trabajar en función de un "utopismo racional aplicando el conocimiento de lo probable para promover el advenimiento de lo posible" como señala Pierre Bourdieu.
Para realizar un cambio estable y duradero necesitamos involucrar tanto la comprensión intelectual como la afectiva. Las ‘Flores de Bach’ podrían colaborar en este proceso que conlleva esfuerzo y dedicación facilitando la posibilidad de unir el pensar con el sentir para poder operar en forma coherente y obrar en consecuencia. Es un proceso laborioso de construcción conjunta a través de una indagación activa que permite detectar las carencias, necesidades y dificultades y a su vez descubrir los recursos personales y colectivos que promuevan una modificación de la actitud. Cada una de las ‘Flores de Bach’ nos ayuda a despertar nuestro potencial para transformar los defectos en virtudes, conocernos en profundidad reconectándonos con nuestra esencia y al mismo tiempo conocer nuestro contexto, nuestros modos de vincularnos para poder modificar en forma efectiva aquellos aspectos que necesiten revisión y agregar valor a nuestro medio. Edward Bach señala que todos somos parte de esta Gran Unidad que es la humanidad y que el sufrimiento aparece cuando atentamos contra esa Unidad. Si atacamos a otro estamos afectando a la Unidad y por lo tanto nos perjudicamos a nosotros mismos. Según Bach el sufrimiento y la enfermedad surgen cuando cometemos dos grandes errores: cuando atacamos a otro y cuando nos alejamos de nuestra misión o de nuestra vocación a seguir; ese es un indicador de que vivimos en forma inauténtica en un permanente ‘como si’. Para Jung, todos estamos unidos por un inconsciente colectivo que nos influye, nos modela y se manifiesta a través nuestro. Nuestros conflictos personales influyen en los conflictos sociales, estos producen manifestaciones grupales, guerras, crisis, etc, que serían manifestación física de conflictos psíquicos. Cada esencia floral, posee un patrón auto‐organizativo de vibración y de acción específico que se manifiesta en diversos planos de un mismo individuo. Un modelo de acción, de información activa, que se manifiesta tanto en lo energético, lo físico, lo emocional y lo mental. En la signatura de la planta descubrimos la forma arquetípica y simbólica en la que el reino vegetal manifiesta externamente su esencia interna. Las esencias florales trabajan sobre el alma humana y se las puede relacionar con la evolución de las fuerzas arquetípicas que mueven nuestro consciente e inconsciente y dirigen el sentido evolutivo de nuestra vida otorgándole oportunidades y significado. Desarrollar nuestro arquetipo personal permite evolucionar y alcanzar la individuación (Jung). Las Flores de Bach nos ayudan a reconocer y gestionar las emociones, a aceptar la ‘sombra’, aquellos aspectos de los arquetipos que no reconocemos, negamos o reprimimos, surgiendo potencias y posibilidades de crecimiento. Las Flores de Bach permiten identificar los arquetipos y la forma de activarlos, transformarlos y actualizarlos para prever dificultades, evitar errores y desarrollar habilidades y virtudes. Mediante las esencias florales podemos reconocer el patrón de evolución, de descompensación y compensación y ayudar a equilibrarlos. De esta manera permiten limpiar y despejar el terreno para dejar el suelo fértil a partir del cual brotará toda posibilidad futura. Si consideramos al amor en todas sus manifestaciones como el arte de la entrega responsable y la aceptación de una donación de la existencia, y si decidimos actuar y construir cotidianamente aportando valor al medio, alcanzaremos una vida auténtica plena de sentido sostenida por una red de vínculos significativos que apuesten al lazo.
Gabriela Ricciardelli
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